Exabrupto

Mirar, saltar, correr, gritar, cantar, girar, cantar cantar cantar. El qué dirán lo metió en un cajón (¡quién pudiera!) y salió de juerga por las calles del sol, llevando nada más que su desparpajo, repartiendo sonrisas a troche y moche, desgajando un corazón que explota en pedacitos para dejar caer unos retazos por allá, otros más acá, algunos los reparte entre amigos, otros los regala a desconocidos, algunos los guardará por las dudas y el resto los dejará flotar en el viento. Y encumbrada en la feliz agonía del corazón deshecho por y para otro, descubrirá con miedo que el pedacito que guardó en su bolsillo es muy pequeño.

Mil silencios.


Aburrido de la noche pero hastiado de la luz, una vez más ve como el sol despunta a lo lejos, y sus ojos cansados aún siguen abiertos, atentos, expectantes. Otra vez pasó la noche en vilo, siempre a la espera de nunca supo exactamente qué. Algo, revelador, renovador, algo. Tal vez el sueño hecho carne, el sueño que durante años fue y seguirá siendo eso, un sueño, y él, incapaz, temeroso hasta de confesar su temor, lucha y luchará, en vano (lo sabe pero no quiere saberlo) para hacer carne ese sueño, transformarlo de ilusión en realidad casi de un salto, casi sin esfuerzo, sin llagas y sin dolor.

Con pereza recorre su mente los años ya borroneados, con la misma pereza su mano se estira para alcanzar un cigarrillo. Al filo de la mañana deambula por las distintas ideas y los distintos estados que lo llevaron al hoy infinito de donde parece no poder salir, un hoy que lo tiene estancado en el limbo de los irrealizados, que no tiene principio ni fin, la noche y el día se confunden en nebulosas de luz y sombra que ya no distingue del todo. Entiende, o cree entender, que muchos años perdió en el error del terco, que muchos otros años se le fueron ahogados en un vaso de vino, y varias temporadas las desperdició destruyendo todo sin tener el coraje de reconstruir encima de los escombros. Ahora circulan a su alrededor infinidad de sombras, personajes variopintos que fue encontrando y perdiendo a lo largo de los años, ni sabe cómo o por qué, y descubre en ellos un denominador común que los une, a sus personajes entre sí y a él con sus personajes: todos son almas de nadie. Almas que ya nadie reclama, almas que no le pertenecen ni siquiera a los cuerpos que las portan, porque hace rato ya no son más que esclavos de los tugurios, de los vicios del alma y de la mente, del desatinado y bamboleante andar de una mente demasiado turbulenta para la vida mundana del hombre común, pero impecablemente sensible a los dolores del alma. También entiende, o eso parece, que no otro sino él mismo será capaz de levantar su cabeza de las cenizas y volver a nacer, volver a la vida, incólume, para curar las heridas y enmendar los errores y volver a ser él. Pero ¡ay! los miedos, o la pereza que escuda los miedos, o la resignación al destino, esa temible palabra, arma de doble filo que puede condenarnos o llevarnos a la gloria. Él sabe que con entender no alcanza, cualquier mediocre entiende, pero solo vencerá el voluntarioso dispuesto a sortear cualquier obstáculo que su propia cabeza le enfrente, aquel cuyo deseo de salir hacia la luz sea más fuerte que cualquier miedo, y aquel que pueda tener el coraje de saberse errado, admitirse equivocado y volver a empezar.
Recorre con la mirada tristemente resignada el diminuto antro que le da cobija, donde el caos es la regla general, donde ni el tímido sol de la madrugada pareciera llevar algo de calidez. Intentará poner orden, pero no sabe por donde empezar. Junta de aquí y de allá colillas de cigarrillo, una montaña de ropa sucia esconde una botella vacía que no sabe cuánto tiempo llevará ahí; por aquí se desparraman hojas sueltas de composiciones inconclusas, por allá, junto a una guitarra a medio camino de la muerte, un Cortazar deshojado llora el abandono... y parado en un rincón, atónito ante el caos redescubierto, empieza a vislumbrar la posibilidad de que, tal vez, ese yo que dejó olvidado en un bar hace tantos años no sea su verdadero yo, sino que esté destinado sin retorno al caos, a la soledad, a ser un alma extraviada en los confines del silencio. Y por primera vez puede sentir el miedo abrasador de ya no poder volver jamás.

Fantasmas


Y ahí vas, en la mísera gloria de haber logrado estar vivo un día más, austero en tu sentir, turbulento en tu pensar, agitado, turbado, irrisorio; asustado, como un niño pequeño, de los monstruos que escondés abajo de la cama, asustado de asomarte y ver que no existen, allá vas, hacia quien sabe donde, pero allá vas, corriendo a los tropezones por caminos inventados que te llevarán siempre a lo mismo: a la mísera gloria de haber logrado estar vivo un día más.

Allá vas vos, y por este lado, sin que te des cuenta, corremos nosotros, a destiempo, pero corremos. Algún día, quizás, en un camino inventado nos crucemos y, si Dios quiere, tal vez empezaremos a correr a la par.

Sobre el miedo y algo más


Junté durante un tiempo varias cosas.
Un par de años que guardo en un cajón, para cuando los necesite, junto con algunos pensamientos bien variados que no me llevaron a ninguna parte, pero que por las dudas no los tiro. Tengo en el bolsillo varias sonrisas que no tienen mucho sentido, pero por algo son tan lindas; las guardé con un par de carcajadas que no vinieron solas, pero vuelven sin que las llame. Junto con las llaves, para no perderlas, llevo esas dos o tres ideas que me ayudan a entender -cada vez que me olvido- por qué me gusta tanto estar viva. En el monedero llevo mi costado más despistado, ahí tirado junto con algunos boletos viejos de colectivo y las monedas más chicas que no uso nunca. Enredado en el pelo, siempre a punto de perderlo, llevo un mini-me que me ubica de vez en cuando, que se me cuelga de las orejas y me tironea un poquito para que no meta más la pata.
En el fondo de la cartera, un poco olvidados pero siempre viajando conmigo, llevo atados un par de miedos, viejas decepciones y un par de frustraciones. A veces vuelven, como vinieron ayer, me asustan un poco, me hacen llorar un rato, pierdo la cabeza y el corazón se me estruja un poquito. Y por un rato, sé que solo existe el miedo.
Pero todo pasa, y también todo queda. Y mañana ya estoy bien (lo sé de antemano). Y pasado mañana, vuelvo a la carga. Y la semana que viene, me acuerdo que lindo que es el sol. Respiro amor. Y me digo, para que nadie me escuche, pero yo logre convencerme: que lindo es estar vivo. Y me susurro, para que yo no me escuche, pero no se me olvide: el dolor es pasajero, y el miedo es un invento.





Al final, el principio.



Y volver al principio, una vez más, para arrancar de cero, para sentirse nuevo, ser como el Fénix y nada pasó, nada se cayó, nada cambió. Y ser feliz, dos días, tres meses, una vida.


Te miro y te escucho y te siento y te pienso. Y no me alcanza, necesito más. Mirarte para qué, si me voy a volver invisible solo para que no me notes cerca. Escucharte para qué, si no decis nada que valga la pena; si me quedo muda cuando me respiras cerca; para que sentirte, si se de antemano que me va a doler; para que pensarte, me pregunto yo, si con pensar tanto no resuelvo nada, ahí sigue tu fantasma, de juerga con mi miedo.

Ideas Circulares

"¿Y si lo digo qué?" pensé. "Total, primero alguien tiene que escucharlo. Después, procesarlo. Mucho más tarde, evaluar cuánto le puede importar. Para ese punto, ya nada de lo que dije va a tener sentido. ¿Y si lo digo y punto?"

Ella y no él.


Él la miró fijo mientras ella prendía un cigarrillo. Escuchó el papel quemarse, quedó absorto en aquella boca perfectamente moldeada que escupía volutas de humo al aire en penumbras. La vio entrecerrar los ojos y disfrutó con ella unas pitadas, en silencio. Él sabía que ella no notaba sus ojos fijos en cada uno de sus movimientos, conocía aquel silencio y lo disfrutaba. Y lo disfrutaba porque en aquel silencio se hundían en un solo goce, un disfrute atemporal que no conocía barreras materiales, donde cada uno gozaba de sí mismo y al mismo tiempo del otro, sin decir nada, sin hacer nada, porque nada era necesario. Sólo ellos dos. Y eso, para él, era el mundo real.
Se inclinó con ella en el sillón, sin tocarla, casi sin atreverse a tocarla, vio cómo sus rulos se escurrían por los hombros, como paseaban los dedos por la colilla del cigarrillo. Se volvió a enamorar de aquellos ojos sinceros que parecían escudriñar la nada con asombroso interés. Se perdió con entusiasmo infantil entre sus dedos delgados e inquietos. Sintió que ésa podría ser su eternidad, volar en el éter juntos hasta que el tiempo dejara de ser tiempo.
Ella terminó su cigarrillo y se incorporó, con movimientos lentos, con pereza. Apagó el cigarrillo y se miró las manos, indecisa. Escudriño el aire con los ojos, hasta que se topó con los de él. En esa mirada, él reconoció todo el amor que su mundo necesitaba. Con esa mirada, ella lo estaba preparando para decirle adiós.