Cigarrillos, años y café.

    Entró en el café y se quitó el gorro, lana azabache como su pelo. Esperando en la cola metió la mano en ese agujero negro que las mujeres disfrazan de cartera; poco menos tuvo que meter medio cuerpo para encontrar el monedero. En un lugar distinto, quiso elegir algo distinto, así es que abandonó el café negro de todas las mañanas y pidió un capuccino, grande. Esperando se fijó en el hombre que leía el diario en la mesa de atrás, que tomaba un té olvidado enfriándose a su izquierda. Se enamoró, por quinta vez ese día.
Café ya en mano buscó una mesa, que no encontró, pero el silloncito amplio al lado del ventanal le pareció suficiente. Con meticulosa parsimonia apoyó el café, empezó a deshojar los abrigos que llevaba puestos y de vuelta en el agujero negro encontró el libro de Chesterton que había dejado por la mitad cuando se bajó del subte. Se sumergió en la lectura, pero con ansiosos intervalos que revisaban el reloj: no podía llegar tarde. No tenía nada muy importante que hacer, o tal vez sí, pero no podía llegar tarde. Un mozalbete de bigotito hirsuto la miraba devorar renglones dos o tres mesas más allá.

    La ansiedad por fin le ganó a la lectura, ya no pudo más y tuvo que cerrar el libro para que su cerebro analice tranquilo. Cada movimiento, cada gesto, cada palabra tenía que ser medido, no le podía sobrar ninguna sonrisa ni miradas inoportunas. No podía fallar, bajo ningún aspecto podía arruinarlo otra vez. Se encontró un espejismo caminando por la vereda de enfrente y sintió el corazón dejar de latir. Reconstruyó por enésima vez los desayunos bajo el sol de primavera, en un balcón perdido entre los millones de balcones de la ciudad, los silencios del mediodía y los bullicios de atardecer; los insomnios, los llantos, la insufrible y eterna soledad en una mar de gente conocida y extraña. Tantos años después, todavía las imágenes eran nuevas. Pestañeó con furia para que no asome ni una lágrima. Intentó revisar los detalles que mandaron todo al tacho, el esplendor y caída de años que parecían de una vida que nunca fue suya. Construyó en sueños una felicidad casi utópica que todavía no sabía cuándo, ni mucho menos cómo, iba a poder conseguir, solo tal vez revolviendo entre sus entrañas la fuerza y el coraje que alguna vez tuvo.

    Espantada volvió al ansioso reloj. Apuró el café, se puso el sueter al revés y el saco como pudo, agarró el agujero negro y corrió hacia afuera. A Chesterton lo dejó sobre la mesa - se daría cuenta varios días después. Con el frio de julio se calzó el gorro de lana, prendió un cigarrillo y en dos minutos se fumó todo el miedo y toda la ansiedad. Y siguió caminando.

Tormenta de otoño.

    Salió de no sé donde, resurgiendo de un fondo turbio para espantar mis plácidas nochecitas de silencio, tronando y rugiendo, quebrando en mil pedazos aquel vestigio de paz que había encontrado en un rincón perdido al fondo del silencio. Atormentado por el pasado, temeroso y frágil como un chiquito ante el inminente mañana que no pareciera tener solución (racional), sintiéndose perseguido por un fantasma de mentira lo veo huir despavorido ante cualquier amenaza, real o inventada, que peligre este metamorfoseado equilibrio que fuimos emparchando una y otra vez a lo largo de los años, hasta conseguir esta especie de torre de Pisa emocional que solo espera un leve soplido para terminar de caerse.
    Y caerá, más tarde o más temprano sabemos que va a caer, aplastando en furioso estruendo todo cuanto hemos construido, o intentamos al menos, y nuestras agónicas primaveras no serán ya más que un suspiro melancólico, un recuerdo más para el fondo del baúl. Y ahí quedará, como un recuerdo, él, siempre frágil, siempre temeroso, siempre volátil, huidizo, entrañable, fantasma de sueños que me persigue en la vigilia.
    Y yo, mientras tanto, seguiré vagando en el concreto, tratando de recordar qué forma tenía aquel fantasma que no debía olvidar.