Aburrido de la noche pero hastiado de la luz, una vez más ve como el sol despunta a lo lejos, y sus ojos cansados aún siguen abiertos, atentos, expectantes. Otra vez pasó la noche en vilo, siempre a la espera de nunca supo exactamente qué. Algo, revelador, renovador, algo. Tal vez el sueño hecho carne, el sueño que durante años fue y seguirá siendo eso, un sueño, y él, incapaz, temeroso hasta de confesar su temor, lucha y luchará, en vano (lo sabe pero no quiere saberlo) para hacer carne ese sueño, transformarlo de ilusión en realidad casi de un salto, casi sin esfuerzo, sin llagas y sin dolor.
Con pereza recorre su mente los años ya borroneados, con la misma pereza su mano se estira para alcanzar un cigarrillo. Al filo de la mañana deambula por las distintas ideas y los distintos estados que lo llevaron al hoy infinito de donde parece no poder salir, un hoy que lo tiene estancado en el limbo de los irrealizados, que no tiene principio ni fin, la noche y el día se confunden en nebulosas de luz y sombra que ya no distingue del todo. Entiende, o cree entender, que muchos años perdió en el error del terco, que muchos otros años se le fueron ahogados en un vaso de vino, y varias temporadas las desperdició destruyendo todo sin tener el coraje de reconstruir encima de los escombros. Ahora circulan a su alrededor infinidad de sombras, personajes variopintos que fue encontrando y perdiendo a lo largo de los años, ni sabe cómo o por qué, y descubre en ellos un denominador común que los une, a sus personajes entre sí y a él con sus personajes: todos son almas de nadie. Almas que ya nadie reclama, almas que no le pertenecen ni siquiera a los cuerpos que las portan, porque hace rato ya no son más que esclavos de los tugurios, de los vicios del alma y de la mente, del desatinado y bamboleante andar de una mente demasiado turbulenta para la vida mundana del hombre común, pero impecablemente sensible a los dolores del alma. También entiende, o eso parece, que no otro sino él mismo será capaz de levantar su cabeza de las cenizas y volver a nacer, volver a la vida, incólume, para curar las heridas y enmendar los errores y volver a ser él. Pero ¡ay! los miedos, o la pereza que escuda los miedos, o la resignación al destino, esa temible palabra, arma de doble filo que puede condenarnos o llevarnos a la gloria. Él sabe que con entender no alcanza, cualquier mediocre entiende, pero solo vencerá el voluntarioso dispuesto a sortear cualquier obstáculo que su propia cabeza le enfrente, aquel cuyo deseo de salir hacia la luz sea más fuerte que cualquier miedo, y aquel que pueda tener el coraje de saberse errado, admitirse equivocado y volver a empezar.
Recorre con la mirada tristemente resignada el diminuto antro que le da cobija, donde el caos es la regla general, donde ni el tímido sol de la madrugada pareciera llevar algo de calidez. Intentará poner orden, pero no sabe por donde empezar. Junta de aquí y de allá colillas de cigarrillo, una montaña de ropa sucia esconde una botella vacía que no sabe cuánto tiempo llevará ahí; por aquí se desparraman hojas sueltas de composiciones inconclusas, por allá, junto a una guitarra a medio camino de la muerte, un Cortazar deshojado llora el abandono... y parado en un rincón, atónito ante el caos redescubierto, empieza a vislumbrar la posibilidad de que, tal vez, ese yo que dejó olvidado en un bar hace tantos años no sea su verdadero yo, sino que esté destinado sin retorno al caos, a la soledad, a ser un alma extraviada en los confines del silencio. Y por primera vez puede sentir el miedo abrasador de ya no poder volver jamás.
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