Que soñar no cuesta nada es una mentira. Nosotros, los que soñamos despiertos, sabemos que sí cuesta, bastante. Danos un mazo de cartas y construimos un castillo. Nos enamoramos cinco veces en un viaje en tren. Nos imaginamos Ghandi cuando compartimos el almuerzo con ese que no tiene un mango. Nos creemos Newton cuando se nos cae una idea. Flasheamos Cortazar si el cuento nos quedo bonito. Cualquier excusa es válida, cualquier sueño una belleza. La almohada los escucha en incontables insomnios, pero también los escuchan las horas muertas de la oficina, la caja boba cuando ya me aburrió, el talento musical de otros que nos ayudan con los planos. Porque nosotros, los arquitectos de las mentiras más bonitas, no tenemos límites, porque claro, el sueño tiene ese encanto: en el sueño soy todo eso que no me animo a ser en la vigilia. Y todavía existen aquellos, pobrecitos, que no lo probaron.
Aunque ellos, afortunados, tienen la ventaja de que nunca se les voló un sueño. Sí; nosotros, los que soñamos despiertos, vivimos también con ese problema: la desilusión. El castillo de cartas se derrumba con un susurro. Así como se levanta, se desploma. Y nos caemos de bruces en la pura verdad, que desde un principio no tenía mucho de encantadora, y por eso levantamos vuelo y emigramos, por fútiles momentos, a mentiras más atractivas.
Por otro lado, pienso: si puedo soñar uno, puedo soñar dos, tres y cuatro. Y si me caigo, puedo salir volando otra vez. Hasta ahora, funciona. Se lo recomiendo, estimado, porque persevera y triunfarás, y un día quizás logres bajar un sueño y hacerlo verdad. Debe ser lindo, todavía no me pasó, pero debe ser lindo. Cuando llegue le cuento.
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